martes, 29 de junio de 2010
LA IMPRESCINDIBLE JUSTICIA
“Los signos y el sello de la legitimidad,
de la justicia y de la verdad, han sido
adoptados por hombres que, aún cuando
no sean sus declarados adversarios,
rechazan la doctrina de la democracia
constitucional”
Walter Lippmann
Hace muchos años, escuché de labios de un sabio amigo una máxima que me llamó profundamente la atención: “Con una Justicia independiente, todo es posible; sin ella, nada lo es”.
Mañana, miércoles, la Cámara de Diputados de la Nación discutirá, en el recinto, los dictámenes para la reforma del Consejo de la Magistratura, tan resistida por el oficialismo, que ha encontrado en la composición actual la herramienta ideal para mantener sojuzgados a los jueces de la República.
Se podría argumentar, a la luz de cuanto hemos visto desde que el kirchnerismo consiguió el control del organismo, que los jueces –sobre todo los federales-, ante un control como el que se ha montado, podrían tener la dignidad de irse de sus cargos con portazos incluidos, o que algunos de ellos han sido cooptados por el Gobierno mediante el reparto de sobres provenientes de los fondos reservados de la ex SIDE o, incluso, que sobreviven porque su conciencia prioriza la protección policial y política de pasados prostibularios. Y, seguramente, todo ello será cierto.
Es más; para confirmarlo bastaría con mirar qué pasó en la última reunión de ese Consejo, cuando Oyarbide, gracias al voto del oficialismo, consiguió nuevamente salir indemne de una acusación. Y no es un hecho menor que una de las consejeras, que votó contra las sanciones solicitadas, haya sido la inefable Diputada FpV doña Diana Conti, cuyo propio marido se encuentra involucrado en la causa de los medicamentos “truchos” que investiga, precisamente, don Oyarbide.
Pero no lo es menos que se trata de un instrumento indispensable para que la República, sus instituciones y hasta nuestras vidas y haciendas funcionen. Y es por ello que me propongo, y propongo a mis lectores, hacer una breve reflexión sobre el tema.
Comencemos, entonces. ¿Qué quiso decir mi amigo cuando pergeñó la máxima a la cual me referí en el primer párrafo?
Estamos hablando de una estricta mirada sobre los funcionarios, para evitar y penar el enriquecimiento ilícito, por aplicación de las leyes que, invirtiendo en este caso la carga de la prueba, obliga a quienes desempeñan cargos públicos a demostrar cómo han obtenido los bienes que poseen. El espejo, además, haría que también fueran reprimidos, eficientemente, los empresarios que hubieran pagado las coimas o “comisiones” a los funcionarios corruptos.
¿Podríamos imaginar la desaparición de los fondos de Santa Cruz o la compra de terrenos fiscales en Calafate a precio vil si hubiera una Justicia independiente?
Es razonable pensar que, además, de ese modo, las obras públicas recuperarían, rápidamente, los costos reales, hoy inflados para incorporarles tanto los otros non sanctos cuanto las expectativas de demoras e inflación. En Argentina, esos sobrecostos son de tal magnitud que, corregidos, permitirían cubrir gran parte de la deuda social que, sobre todo en salud y educación, el país tiene con sus sectores más relegados.
En este aspecto, es también imprescindible que sea sancionada una ley que proteja a los “arrepentidos”, para permitir y facilitar las investigaciones sobre estos delitos.
Así como es obvio qué podría hacer una Justicia independiente con la corrupción, lo es menos con otros aspectos de la realidad cotidiana de los argentinos.
En materia de seguridad, una verdadera Justicia permitiría que la ciudadanía estuviera permanentemente informada acerca de los actos de gobierno, ya que impondría un estricto cumplimiento a la ley que establece el derecho de acceso a la información pública.
De allí se derivaría, por ejemplo, un verdadero control acerca de las fuerzas policiales, en materia de asegurar su correcto equipamiento, por la vigilancia sobre las partidas presupuestarias afectadas a ese fin y, como contrapartida, esa Justicia independiente, con el Código Penal en la mano, evitaría la permanente complicidad –o autoría- de la Policía en los delitos más aberrantes –tráfico de drogas, prostitución, corrupción de menores, extorsión de menores para que delincan, secuestros y asesinatos- que golpean diariamente a la sociedad.
También se terminaría, de ese modo, con una parte importante de la financiación ilegal de la política, porque no hay ya quien ignore que, en la cúspide de la pirámide de la corrupción policial, está la política y quienes creen que sólo se puede ejercerla con dinero, no importa de dónde provenga.
La supervisión judicial de los actos de gobierno también derivaría en una rápida mejora en la educación y en la salud pública, ya que evitaría que se desviaran los fondos presupuestariamente destinados a esos fines. Si la aplicación de las leyes vigentes fuera real y tan fuerte como la sociedad lo requiere, no se evitarían los delitos, pero quienes los cometieran irían, en serio, presos.
Una Justicia independiente redundaría, asimismo, en un mejor Congreso. Baste, para confirmar este aserto, mirar hacia el Poder Legislativo de nuestro vecino Brasil; durante la actual Presidencia –y lo mismo sucedió, poco más o menos, en las anteriores- más de noventa legisladores vieron cesados sus mandatos por la comisión de distintos ilícitos.
¿Podemos imaginar, por ejemplo, cómo cambiaría la realidad política si la Justicia garantizara, como manda la ley, la democratización de los partidos políticos? ¿O si los jueces escrutaran, detenidamente, los recursos con los que cuentan esos partidos? En Italia, la operación mani pulite -que, no por casualidad, se originó en los organismos de cooperación internacional- desatada por fiscales y jueces independientes, permitió descubrir que los partidos peninsulares gastaban mil veces más dinero que el que recaudaban legalmente, y terminó con toda una generación de políticos en la cárcel.
Ese mejor Congreso también asumiría mejor su papel legal, pues la Justicia evitaría, como lo manda la Constitución cuando le encomienda ese rol, que el Poder Ejecutivo avanzara permanentemente sobre las facultades legislativas.
Y si miráramos hacia los gremios y la Justicia también impusiera en ella la obligatoriedad de elecciones libres y el control sobre los fondos que hoy, tan alegremente, el Poder Ejecutivo deriva a sus obras sociales, ¿qué efectos tendría sobre el mapa político-sindical de la Argentina?
Los focos de corrupción son innumerables en nuestro país, y día a día crecen ante la lenidad en la aplicación de las leyes dictadas para combatirla. Eso permite que, como dije tantas veces, hoy se haya transformado en un verdadero genocidio.
Respecto a los derechos de la clase pasiva, una Justicia verdadera hubiera impedido la confiscación de los ahorros privados en las AFJP’s, y hubiera permitido que esos fondos fueran utilizados, como sucede en Chile y en Brasil, para apuntalar el desarrollo, toda vez que serían destinados, sobre todo, a la financiación de los proyectos de infraestructura, que requiere de largos plazos.
Mientras tanto, el Fondo de Garantía de las jubilaciones, en manos de la ANSES, sería destinado a su fin específico, esto es, a aumentar el valor de las jubilaciones, con vistas a aproximarlas, lo más posible, a los vigentes pero nunca aplicados, parámetros legales.
Imaginemos, también, qué sucedería si la Justicia obligara al más estricto cumplimiento de los contratos firmados. Argentina carece, en la práctica, de inversiones adecuadas para su tamaño y su potencial mercado; hoy la superan, en este aspecto como en tantos otros, no sólo Brasil, sino Perú, Colombia, Chile, México y hasta Uruguay.
En la medida en que no disponga de esas inversiones, nuestro país tendrá que acostumbrarse a convivir con una altísima inflación (ciertamente, provocada por el Gobierno, mediante la loca incentivación al consumo, que la necesita para recaudar más, en términos nominales, y licuar su gasto público, sobre todo en materia de salarios). Y ello porque, como señala la regla más elemental de la economía, aquí o en Japón, cuando la demanda supera a la oferta, los precios suben, y viceversa; sin inversión, no habrá ampliación de la oferta y, con gastos financiados en cincuenta cuotas, la demanda seguirá creciendo.
Este aspecto, y valga la disgresión, de los muchos que afectan a nuestro país hoy, sea tal vez el más rápidamente solucionable, aún cuando el remedio deba ser heroico y poco “vendible” a la opinión pública interna: bastaría con constituir, con las acciones de compañías privadas que cotizan en bolsa y que integraron el paquete de ahorros privados confiscados en las AFJP’s, un fideicomiso en el extranjero, para garantizar que se respetarán los contratos y, además, someter esos contratos a una jurisdicción extranjera, hasta tanto nuestra Justicia recuperara el prestigio que sólo brinda la seguridad jurídica incuestionable.
Una Justicia independiente evitaría, asimismo, que don Néstor pudiera usar los “modales” de don Guillermo Moreno para tratar de quedarse con Papel Prensa y, así, amordazar a la prensa libre, al mejor estilo de su mentor, el papagayo bolivariano. O impediría que las empresas que exportaran a Venezuela tuvieran que pagar un peaje a la corona argentina para poder hacerlo, o que se importara fueloil caro y contaminante, sin ningún tipo de necesidad.
Y evitaría que el Poder Ejecutivo presionara, vía congelamiento insensato de tarifas, que Argentina se quedara sin gas, sin petróleo y sin luz, para poder “argentinizarlas” a favor de los amigos del poder. ¿Qué sería de los Eskenazy’s, por ejemplo, si a Repsol no se le hubiera impedido subir razonablemente sus precios, como sucedió después de que los testaferros se hubieran hecho del 15% de la empresa?
Finalmente, ¿qué cabria esperar, para garantizar la libertad de prensa, que un prolijo -y controlado judicialmente- reparto de la publicidad oficial? Ésta dejaría de ser una herramienta de premio y castigo o, lo que es peor aún, de oxígeno esencial de los medios propios del oficialismo.
En fin; creo que esta enumeración, no taxativa, de las posibilidades que se abrirían para Argentina si contara con una Justicia independiente, a la par que carecer de ella produciría –como lo hace hoy- efectos tan contrarios y contraproducentes, amerita que la ciudadanía tome intervención, se agite y la exija.
Sólo así nuestro país podría recuperar la senda de grandeza y merecer, de una vez por todas, el reconocimiento global como un país en serio, no meramente declamado por la propaganda oficial.
Bs.As., 29 Jun 10
--
Enrique Guillermo Avogadro
Abogado
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