lunes, 7 de junio de 2010
LAS CAUSAS DE LA INJUSTICIA
Por Gabriela Pousa
“Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor,
ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador...”
Enrique Santos Discépolo
Parece mentira, y lo más probable es que sea mentira. Lo cierto es que toda la trama que envuelve a ciertas causas de la “justicia” se asemejan increíblemente a aquellas viejas telenovelas donde se atacaba a la chica buena, y la mala disfrutaba su venganza. Claro que al final, la ecuación variaba, y el triunfo lo obtenían los protagonistas, que se amaban más allá de las condenas y obstáculos que se le interponían a lo largo de un sinfín de capítulos que, en rigor de verdad, hay que admitir, muchas veces cansaban.
En el contexto socio-político, el cansancio se está haciendo perceptible no tanto por lo largo de los procesos, las indefiniciones permanentes y la falta de originalidad para el libreto, sino sobre todo por lo fantasioso que suena el devenir de los acontecimientos, y ese acostumbramiento malsano al atropello y al maltrato.
Ayer, sin ir más lejos, jugábamos con mi sobrino menor, mientras de fondo, en la televisión, pasaban flashes de un noticiero. Yo ni siquiera le había prestado atención cuando mi sobrino, sin levantar la vista del juego, me comenta: “¿Viste que nos escuchan todo lo que hablamos?”
Recien entonces caí en la cuenta de que el avance televisivo había hecho mención a la causa de las escuchas en el marco del Gobierno de la Ciudad. Lo triste es que, para un chico con apenas 12 años recien cumplidos, la historia de los espías y los teléfonos es percibida con una naturalidad que horroriza o debiera horrorizarnos, si acaso los adultos mantenemos aún algún atisbo de madurez cívica y de sano juicio.
Así las cosas, las generaciones que han de sucedernos están creciendo en un ambiente viciado, creyendo que la conducta más conveniente es resignarse a aceptarlo, pues eso es lo que ven en quienes los rodeamos.
Ahora bien, comencemos por aceptar una premisa: no hay casualidades cuando se trata de causas judiciales politizadas, o mejor dicho de causas políticas “judicializadas”. Esa similitud con las ficciones televisivas está sin sutilezas, pergeñadas por mentes maniqueas. De ese modo, el sólo hecho de hablar de Justicia es una irreverencia. Debería únicamente hacerse alusión a parodias o tragicomedias donde intervienen “magistrados” que han tirado por la borda no sólo cinco o seis años de carrera sino el juramento final, aboliendo de esa forma cualquier atisbo de ecuanimidad.
Los expedientes se transforman en libretos guionados donde aquello que se dijo no coincide jamás con lo que se ha actuado. El correveidile tiene más valor que la declaración del demandante o la del demandado. Las indagatorias llegan cuando la condena ya está puesta, y la presunción de inocencia queda abolida como la esclavitud en Norteamérica. Y con esto no estamos diciendo que no haya habido delito, sino que la manipulación política es tanta que ni siquiera queda claro si es justo o no que alguiensea juzgado.
Las pruebas terminan siendo obsoletas o a veces grotezcas. Alcanza con la aparición de un “arrepentido” cualquiera, o un simple extra que irrumpa en escena denunciando, para que su recitado sea considerado válido e indiscutible para el letrado.
Lo que sigue es harto conocido, lo vemos a diario: jueces expuestos al show mediático como estrellas televisivas. Las luces de neón, los flashes, los micrófonos, y toda la parafernalia de la exposición pública le saca la mítica venda a la estatua para ponérsela a quién firma la sentencia.
El mayor error es creer que la única víctima es aquel que se sienta en el banquillo de los acusados, cuando en rigor de verdad, la sentencia cae como un tsunami sobre toda la sociedad: se ha perdido la decencia y con ella, la libertad.
Posiblemente es un solo individuo el que termina encarcelado pero las rejas se levantan, visibles o no, ante el grueso de los ciudadanos que siguen en su rutina, sin advertir que quizás hay una fecha en el calendario para erigirlos también a ellos, protagonistas kafkianos de una “Justicia” que hace mucho ya, se divorció de Ulpiano.
Jueces con más denuncias y sospechas que los procesados se hallan al frente de esas causas armadas, actuando con una impunidad que otorga cierta sensación de ser a perpetuidad. Pero lo perpetuo no tiene cabida en lo terrenal, menos todavía en la cíclica política argentina donde las lealtades son utopías, y los hombres mercancía.
El acto procesal de la recusación –tenga argumentación concreta o no -comienza a causar risa. La mancha a la honra no desvela por cuánto la honradez en esta Argentina no es más un valor con preeminencia, y el descrédito gratuito no recibe ni una disculpa pública ni un desagravio que soliviante siquiera la amargura de sentirse sospechado cuando se ha sido inocente desde el vamos.
Que en estos días, desde miembros de la Corte Suprema de Justicia hasta dirigentes de los más diversos frentes tengan que salir a definir cuál es el rol del Poder Judicial de la Nación habla a las claras de las desviaciones del sistema. La dependencia que genera un Ejecutivo con ambición hegemónica de poder, frente a una oposición sumida en problemáticas internas e individualismos mezquinos, no permite que aflore un contralor que asegure el cumplimiento de las reglas de juego republicanas más básicas.
Por todo lo dicho, en muchos casos, la bajada del emblemático martillo hoy no significa nada. Y la gravedad que eso entraña aún no es percibida, con conciencia plena, por el grueso de la ciudadanía.
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