jueves, 1 de agosto de 2013
EDUCACIÓN PERDIDA
La educación perdida en una década desperdiciada
Por Agustín Laje (*)
Constituye un lugar común la sobrevaloración que suele hacerse respecto de la función social de la educación. En efecto, existe una tendencia a hacer de la materia educativa un factor explicativo de todo éxito o fracaso en cualquier dimensión social. Pero a menudo, cuando así se razona, se ingresa en el terreno de las argumentaciones reduccionistas que se desmoronan en una simple contrastación con la realidad. Cuba es, en tal sentido, un ejemplo paradigmático al respecto: sin una estructura institucional favorable al desarrollo económico, una población educada y por completo alfabetizada nada ha podido hacer para salir de la pobreza extrema, la servidumbre y la indignidad.
Que no se malinterprete; la educación cumple funciones sociales sumamente relevantes (pueblos maleducados tampoco podrán desarrollarse por más instituciones propensas al desarrollo que éstos tengan). Y una de ellas es la reducción del factor suerte en sistemas meritocráticos en los cuales, naturalmente, los individuos no pueden partir desde el mismo punto de salida. A esto es lo que a menudo se le denomina “igualdad de oportunidades” que, de tomarse en forma estricta, no pasaría de ser un dogma igualitarista imposible de concretar en la realidad, en vistas de que las desigualdades no se dan exclusivamente en el orden económico, sino también en términos de personalidades, habilidades, aptitudes, destrezas, etc. Alberto Benegas Lynch (h) ha dicho alguna vez que, de tomarse a pie juntillas el ideal de la “igualdad de oportunidades”, en un partido de tenis entre un lisiado y una persona con plena movilidad de sus piernas, deberíamos romperle los miembros a éste último para empardar la circunstancia.
No obstante, si por “igualdad de oportunidades” entendemos la plausibilidad de que distintos individuos se hagan de herramientas intelectuales de similar nivel que a la postre achiquen las diferencias que no resultan del mérito de cada quien, entonces la educación sí tiene un rol no ya necesario, sino vital en la sociedad.
¿A qué obedecen estas reflexiones? Pues a que existe una paradoja o contradicción en el populismo, a saber: mientras que la prédica igualitarista constituye la columna vertebral del discurso populista, la práctica populista esquiva la responsabilidad de apoyar seriamente el desarrollo educativo de la sociedad. La igualdad para el populismo no tiene que ver con un punto de partida cuyas diferencias no sean astronómicas; la igualdad para el populismo se da bajo la lógica del “pan y circo”. Fútbol para Todos, Automovilismo para Todos, Milanesas para Todos, entre tanto otro “paratodismo” prebendario, son ejemplos domésticos que ilustran lo antedicho. Sucede que el populismo sólo puede germinar y mantenerse allí donde la ignorancia es la regla; la educación es tan incompatible con el populismo, como el aceite con el agua. Es el adoctrinamiento y no la educación sobre lo que el populismo puede mantenerse y, de hecho, así lo hace.
El sistema educativo argentino ha dejado pasar una gran oportunidad dentro de ese conjunto inimaginable de oportunidades que hemos perdido en esta década desperdiciada de coyuntura económica internacional favorable. Pero ha quedado claro que no es el dinero exclusivamente, sino también la estructura del sistema educativo y todo el sistema ideológico dentro del que se enmarca, lo que le concede éxito o fracaso a la política educativa. En efecto, si bien es cierto que el kirchnerismo hizo gala de inyectar más billetes en la educación, también es cierto que los resultados han sido desastrosos y el nivel de instrucción de los jóvenes argentinos está al fondo de la mayoría de los rankings regionales e internacionales habidos y por haber.
La prueba internacional PISA (auspiciada por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) es para los especialistas el más importante test para medir el nivel educativo de los estudiantes secundarios, y se realiza cada tres años en decenas de países. Los últimos resultados conocidos para nuestro país son los de 2009 (pronto tendremos los de 2012), en el cual quedamos ubicados en el puesto 58 sobre 65 países analizados, evidenciando uno de los más contundentes y escandalosos retrocesos, muy lejos de las notas que obtuvo México, Uruguay y Colombia. Por aquel entonces, nuestro cómico ministro de Educación de la Nación, Alberto Sileoni, argumentó que la prueba había sido injusta por “no contemplar los conocimientos de arte y cuidado del ambiente”. Pero mientras Sileoni se preocupaba por la paleta de colores y los pinceles, la prueba de PISA evidenciaba que el 50% de los jóvenes argentinos no tienen la habilidad básica de la lectura comprensiva.
A fines de 2012, la entidad educativa Pearson confeccionó su propio ranking de 40 países del mundo, el cual estaba encabezado por Finlandia y prácticamente cerrado por Argentina, ubicada en el vergonzante puesto 35. Es dable destacar que los primeros puestos fueron, además de Finlandia, para Corea del Sur, Hong Kong, Japón, Singapur, Nueva Zelanda, Suiza y Canadá; es decir, los sistemas educativos más desarrollados funcionan en los países más libres y que más a las antípodas están respecto del socialismo populista en el planeta. No es casualidad, sino causalidad.
En la Argentina kirchnerista, como si todo esto fuese poco, uno de cada dos jóvenes abandona el secundario; apenas un 8% de los estudiantes consigue título universitario y, dentro de las clases más humildes, el guarismo llega con suerte al 1% (eso sí: pueden ver fútbol). Asimismo, hace pocos días la Universidad de Belgrano dio a conocer un estudio en el cual se constata que, desde el año 2003, se redujo en casi 300 mil niños la matricula escolar, una reducción inédita en la historia argentina.
Cuando Sileoni fue consultado por estos rotundos fracasos del mal llamado “modelo nacional y popular”, el ministro contestó muy suelto de cuerpo: “No es necesario saber cuánto mal o cuánto bien nos va”. La misma lógica del INDEC y las estadísticas mactroeconómicas, pero aplicada a la educación: aquello que no se dice o no se registra, no existe. Pero ocurre que el reconocimiento del problema es el primer paso para su solución, algo que, por lo visto, no está en los planes de un kirchnerismo al que la masa ignorante le es plenamente funcional.
(*) Director del Centro de Estudios LIBRE. En agosto publicará el libro “Cuando el relato es una farsa”, en coautoría con Nicolás Márquez.
agustin_laje@hotmail.com | www.agustinlaje.com.ar | @agustinlaje
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