domingo, 17 de octubre de 2010
ENTRE EL AMPARO Y EL DESAMPARO
“Ángel de la Guarda, dulce compañía,
No me desampares ni de noche ni de día”*
Por Malú Kikuchi (17/10/10)
La envidia es un pecado capital y un sentimiento denigrante. A pesar de ser conciente que es fea y mala, confieso que siento una envidia horrible, verdinegra y repugnante con respecto a Chile y a su gobierno.
Abundar sobre el extraordinario hecho que representó buscar, contra toda lógica y durante 17 días a los 33 mineros, ubicarlos y decidir sacarlos al costo que fuera y por imposible que pareciera la empresa, no tiene sentido. Se ha escrito, visto y oído lo suficiente al respecto.
Se habla de un hecho milagroso, y hay mucho de milagro: el inestable suelo chileno se quedó quieto y no complicó la situación. Pero esta quijotada de intentar lo imposible y hacerlo posible, además del milagro, necesitó de la férrea decisión política de un presidente que se jugó por la vida de 32 compatriotas y 1 boliviano.
No midió las consecuencias políticas para su carrera si el rescate fallaba, o si uno solo de los mineros moría en el intento. Se jugó y ya. Tuvieron él y su gobierno la humildad de pedir ayuda a los países que podían ofrecer tecnología de avanzada, pusieron a disposición de los mineros todo un arsenal de médicos, sicólogos, nutricionistas y familiares.
Mantuvieron contacto y les hicieron saber que todo un país estaba pendiente de ellos. Cuidaron hasta el último detalle. El ministro de minería no se movió del lugar y el presidente Piñera fue innumerables veces, habló con los mineros, reconfortó a las familias.
Los 33 mineros de Atacama supieron sin duda alguna, que sus vidas importaban, que estaban amparados por su gobierno y por el resto de Chile. Y más allá de la espantosa situación por la que atravesaron durante 69 días, supieron que no los abandonaban. Y se aferraron al hecho de que la vida de una persona, en Chile, importa y está amparada.
Amparo, bellísima palabra que viene del latín, “antepàrare” (prevenir), y deriva en defender, proteger, guarecer, favorecer. Por el contrario, desamparo significa abandono, desvalimiento, orfandad, desatención, ausencia, dejadez, falta de asistencia. En algunos casos límites, entre el amparo y el desamparo se juega la vida de las personas.
De este lado de los Andes, y conste que de Chile no nos separa sólo una cordillera, hoy nos separa la distancia que va entre el amparo y el desamparo, entre el saber que la vida de las personas es valiosa y el saber que desgraciadamente, acá, en nuestra Argentina, la vida no vale nada.
La famosa “sensación” de inseguridad de la que habló hace algunos años el entonces ministro del interior, luego de justicia y hoy jefe de gabinete de ministros, Aníbal Fernández, ha matado tanta gente desde el comienzo del kirchnerismo, que hacer la lista de muertos, equivaldría a escribir tomos y tomos de avisos fúnebres.
Para nombrar algunos de los asesinatos que conmovieron a la opinión pública, desde Axel Blumberg a Matías Berardi, pasando por Diego Rodríguez hasta Isidro, el bebé de Carolina Píparo, los muertos son miles. Miles matados de a uno. No son producto de una catástrofe natural o de una bomba terrorista, son miles de muertos que mataron de uno en uno. Las cifras son escalofriantes.
Para los privilegiados que no hemos sufrido esas dolorosas pérdidas puede que sean una fría cifra estadística. Pero no son números, son personas, únicas, preciosas e irrepetibles. Personas que ya no están, vacíos imposibles de llenar para sus familiares y amigos. ¡Personas! No hay ni debiera haber nada más importante que las personas. Acá, no importan.
La real sensación de desamparo que sentimos los que habitamos la Argentina de unos años a esta parte, la terrible sensación de desprotección, no nos abandona. Salir a la calle, en particular en el conurbano y en la CABA, es una aventura diaria donde todos nos jugamos la vida. No sabemos si vamos a volver y de hacerlo, en qué condiciones vamos a estar.
Asesinatos, violaciones, secuestros, asaltos, salideras, arrebatos, balas perdidas que se topan con la cabeza de algún desprevenido; una policía con ordenes de no actuar y con demasiados agentes asesinados por llevar un uniforme, todo esto y más, forma parte de la rutina de un argentino, un día sí y otro también.
La paranoia de llamar a cada uno de los integrantes de la familia para ver si milagrosamente están todos bien y debemos agradecer ese hecho inusual; el mirar sobre el hombro al bajarse de un vehículo, apretar la cartera contra el cuerpo como si formara parte de uno, andar con la llave lista en la mano, pero escondida en el bolsillo, enrejar las casas; colocar cámaras de TV en los edificios, blindar puertas y si se puede el auto; no salir de noche, evitar los bancos y los sitios oscuros, vivir con miedo. El miedo es una constante, una compañía ineludible.
Todos sabemos que el problema de la inseguridad es altamente complejo, que tiene muchas aristas y que no se puede solucionar de la noche a la mañana. Pero también sabemos que desde los gobiernos que mantenemos con nuestros impuestos, no hacen nada al respecto.
No se toman medidas, no se ordena a las fuerzas de seguridad que actúen preventivamente, no se cambian los conceptos abolicionistas del código penal, ni se enseña en las facultades de derecho del país que el delito se castiga; no se hace nada para evitar que la droga entre, se fabrique, se venda, se consuma y se exporte.
Al contrario, se acusa a las víctimas por ser víctimas y se las investiga. Siempre se disculpa a los delincuentes. Los ciudadanos, en un total abandono por parte de las autoridades (a las que mantenemos y deben servirnos porque ese es su trabajo), sufrimos toda clase de vejámenes por parte de mal vivientes que por inverosímil que parezca, son protegidos, mientras a nosotros nos desprotegen.
Vivimos con miedo, sabemos que sólo podemos contar con nosotros mismos, que el país que hemos destruido no pone las leyes, ni las instituciones, ni los que deberían cuidarnos, a nuestro servicio.
El desamparo es total. La vida no cuenta, no importa. El gobierno no se ocupa de las víctimas, les son ajenas, como si ellos no tuvieran ninguna responsabilidad por lo que sucede. El gobierno, que no suele hablar de inseguridad, ¡hasta hubo un ministro que osó decir que las estadísticas (probablemente hechas por el INDEC) decían que habían disminuido los casos delictivos!, cuando lo hace, parece un corresponsal extranjero refiriendo hechos que suceden en el exterior.
Entre la pareja presidencial que no se ha enterado del terror en el que vivimos los argentinos y cada vez que sucede algo muy relevante se refugian en el Calafate, sumados al gobernador que tiene las manos atadas, más los ministros de seguridad que no se sabe para qué sirven porque no sirven, algo tenemos claro: nosotros, la gente, no importamos. Un muerto más, un muerto menos, considerando que somos varios millones, no se nota. La vida en Argentina no vale nada.
“Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”. Porque lo que es nuestro gobierno, - no se enoje que aunque no lo haya votado ni se le ocurra hacerlo, es nuestro gobierno hasta que los votos decidan otra cosa -, ha demostrado con hechos que no tiene la más mínima intención de ampararnos ni de noche, ni de día.
Sólo les importamos a la hora de votar. Cuando lleguen las elecciones, recuérdelo. Déle un respiro a su Ángel de la Guardia que se merece en Argentina una jubilación de privilegio y vote por un grupo de personas que le den la seguridad de que su vida y la de los suyos, va a ser amparada.
*Oración infantil.
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