sábado, 9 de julio de 2011
9 DE JULIO
Por el Dr. Jorge B. Lobo Aragón
Las características de los pueblos son discutibles y sujetas a interpretaciones; no somos todos iguales ni siempre actuamos de la misma manera. Por eso, con la aclaración de que los seres humanos tenemos matices variables y conductas cambiantes, en general coincidimos en que los argentinos tenemos una serie de desgraciados defectos que nos caracterizan. Nos falta autenticidad; más que ser nos interesa parecer, más que aprender nos preocupa obtener un título, la fachada, la apariencia. Nos molesta pensar en cómo somos y rebosamos de gusto y de soberbia cuando algo nos sale bien, aunque fuera por carambola. Cuando las cosas no salen tan bien la culpa es de algún otro, de alguien, del gobierno quizás, o de este país en general. Hablamos de este país como liberándonos de nuestra responsabilidad personal, como si este país no fuéramos nosotros mismos sino un mal del que no tenemos la culpa.
Los extranjeros dicen que somos tristes, y quizás más que tristes seamos escépticos, descreídos, faltos de solidaridad, amantes del acomodo, de la cuña, de recibir gauchadas que compensen nuestras faltas de méritos. Hay una soledad que cultivan los espíritus fuertes y que templa el carácter, pero los argentinos más que solitarios somos incomunicados, incomunicación que debemos al egoísmo, al tan famoso no te metas. En vez de respetarlo al prójimo tratando de apreciar sus valores, nos encanta cacharlo, disminuirlo, desvalorarlo.
Todo esto, bastante conocido y que muchos pueden ampliar apelando a sus experiencias y mejores conocimientos de la vida y del medio, nos ha conducido a que carezcamos de conciencia nacional. No siempre ha sido así. En otros tiempos los argentinos supimos actuar no sólo con dignidad sino incluso con notable hidalguía y valor. Así se explica que en 1816, cuando la revolución iniciada seis años antes pasaba por peripecias críticas, cuando otros países americanos sufrían fracasos y la revolución era rechazada por las más ricas y populosas provincias argentinas, los representantes congregados en Tucumán tuvieron coraje y espíritu elevado para afirmar nuestra vocación por la libertad y la independencia de los reyes de España, de sus sucesores, de su metrópoli y de toda dominación extranjera. Más que realidad era una aspiración, una aspiración tan noble y deseable que nos disponíamos a morir y a matar en los campos de batalla por tras de conseguirla.
Un magnífico proyecto. Pasando los años muchas veces vimos que, aunque nos costara esfuerzos y sangre, era una realidad casi palpable, un ideal accesible, una posibilidad cierta y venturosa, no un sueño ni una utopía. Y, en las vueltas que da la historia, aquel magnífico anhelo se va diluyendo, se va alejando, se desdibuja. Lo que un lejano 9 de julio nos propusimos, ser libres e independientes, ahora parece exceder la medida de una ilusión. ¿Y la culpa de quién es? Por supuesto que la culpa no es de este país; la culpa es, simplemente, de nosotros, que no supimos mantener el esfuerzo necesario ni la elevación de miras.
Ahora podemos hacer dos cosas: darnos por satisfechos interpretando que los anhelos que entonces se plantearon ya están conseguidos, o que, con las vueltas que ha dado la historia se trata ya de afanes inútiles, ridículos frente a una nueva realidad, inválidos, estériles, arcaicos. O aceptar que el fracaso de nuestra empresa nacional se debe a la cantidad de defectos, de vicios, de errores, de pecados que nos caracterizan a los argentinos y que conocemos bastante. Pero no es suficiente con conocer: hay que hacer un sincero propósito de enmienda y ponernos a la tarea de corregirnos, de ser mejores para que la patria de nuestros nietos pueda ser mejor. El 9 de julio no debe ser día de festejo: debe servir de recuerdo de que tenemos la obligación de curarnos de las tristes deficiencias que nos caracterizan.
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